Eutidemo 271a-272d: Prólogo
CRITÓN.— SÓCRATES
(271a) CRITÓN.— ¿Quién era, Sócrates, aquel con quien hablabas ayer en el Liceo1? Os rodeaba tanta gente, que si bien me acerqué yo para tratar de escuchar, no pude entender claramente nada. Empinándome logré, sin embargo, ver algo y me pareció extranjero tu interlocutor. ¿Quién era?
SÓCRATES.—¿Por cuál preguntas, Critón? ¡No había uno, sino que eran dos!
CRITÓN.— El que digo yo estaba sentado en el segundo lugar a tu (b) derecha. En medio se hallaba el joven hijo de Axíoco1), a quien encontré, Sócrates, muy desarrollado y tan cre-cido que se parece bastante a nuestro Critóbulo2); pero él es demasiado espigado, mientras que ése3), en cambio, se mostraba bien proporcionado y su aspecto era realmente bello y distinguido.
Sócrates.— Tú te refieres a Eutidemo4), Critón. El otro, que estaba sentado a mi izquierda, es Dionisodoro, su hermano5). Y él también interviene en las conversaciones.
CritÓN. — No conozco a ninguno de los dos, Sócrates. Al parecer, se trata otra vez de algún nuevo tipo de sofista. ¿De dónde provienen? ¿Cuál es su saber?
SÓCRATES.— Entiendo que son originarios de por aquí, de Quíos; se establecieron, después, como colonos en Turios, y exiliados de ese lugar, hace ya muchos años que andan rondando por estas tierras. En cuanto a lo que tú me preguntas acerca del saber de ambos… ¡es algo asombroso, Critón! Ambos son literalmente omniscientes, y al punto que hasta ese momento ignoraba yo lo que eran los pancraciastas6). Son capaces de luchar valiéndose de todo tipo de recursos, pero no a la manera como lo hacían aquellos hermanos pancraciastas de Acarnania, que únicamente (d) te empleaban el cuerpo; éstos, en cambio, no sólo son habilísimos en vencer a todos7) en la lucha corporal —y en particular, en la que emplea armas tienen, por cierto, singular maestría y son capaces de adiestrar (272a) bien a cualquiera que les pague—, sino que, también, son los más atrevidos en afrontar las disputas jurídicas y en enseñar a los demás a exponer y componer discursos adecuados para los tribunales. Antes eran, en efecto, sólo expertos en esas cosas, pero en la actualidad han llevado a su perfección el arte del pancracio. El único tipo de lucha que habían dejado sin ejercitar lo han practicado ahora tan a fondo que nadie se atrevería a enfrentarse con ellos: ¡tan diestros se han vuelto en luchar con palabras y en refutar cualquier cosa que se diga, falsa o verdadera!
(b) Así, pues, Critón, tengo yo toda la intención de encomendarme a estos dos hombres, ya que bien dicen ellos que pueden en poco tiempo hacer diestro a cualquiera en semejantes lides.
CRITÓN.— ¡Qué ocurrencia, Sócrates! ¿No temes ser a tu edad ya bastante mayor?
SÓCRATES.— En lo más mínimo, Critón. Tengo, además, una prueba suficiente y hasta un motivo de aliento como para no temer nada: esos mismos dos hombres eran viejos — digámoslo así— cuando comenzaron a dedicarse a este saber que yo quiero alcanzar: la erística. El año pasado, o el anterior, no eran todavía expertos. Me inquieta, sin embargo, una cosa: no quisiera desacreditarlos también a ellos como al citarista Cono8), hijo de Metrobio, quien me enseña, aún hoy, a tocar la cítara. Mis condiscípulos — que son jóvenes— se burlan de mí cuando me ven y llaman a Cono «maestro de viejos». Por eso me preocupa que aparezca alguien motejando de la misma manera a esos dos extranjeros. Temerosos, tal vez, de que les pueda suceder eso, no estarían quizás dispuestos a aceptarme. Pero yo, Critón, así como logré persuadir a otras personas mayores para que asistan a las lecciones de cítara, como condiscípulos míos, intentaré también persuadir a otras para que hagan lo mismo aquí (d) conmigo. Y tú también, a propósito… ¿por qué no vienes? Tus hijos nos servirían de cebo. Deseosos de tenerlos a ellos como discípulos, estoy seguro de que también a nosotros nos han de dar lecciones.
